La noche había caído
sobre aquel frío día de otoño. A través de la ventana del colectivo sólo se
veían personas ir y venir sin ningún sentido, hasta las hormigas presentaban
más sincronización al hacer sus quehaceres. Pero así era la humanidad con su
eterno deambular errante y ahí estaba yo, viajando hacía Rawson.
Mi mirada se desviaba a
la gente que paraba el colectivo y se subía. Cada uno procurando evitar en todo
momento verse a los ojos y establecer conexión, enamorados de los fantasmas,
espectadores abrumados de la eternidad helada ya a esta altura de la noche, y
yo sentado jugando a lo mismo.
Jugando a contar cuánto
tiempo permanecían desocupados los asientos, todas las miradas posándose en
ellos sin que nadie se atreviese a dar el paso y reclamarlos. Mujeres con
zapatos de tacos monstruosos, ancianos de rodillas débiles, empleados de
espaldas encorvadas por el cansancio... todos ellos rechazando la comodidad de
aquel asiento desocupado, bendito por aquella falsa e hipócrita cortesía,
pensando en las necesidades de un prójimo por el cual en otra ocasión no
levantarían un sólo dedo por ayudar.
Entonces otra parada y más
gente subió. De entre el gentío apareció ella, fresca, con zapatillas de moda,
con la mochila a medio cargar. Avanzó como pudo entre la gente y vio el espacio
vacío, un halo de pureza lo invadía, se fue acercando y pensando que pasaría
que nadie lo ocupaba, ¿Acaso algún niño vomitó en él? A escasos centímetros
apuró el paso y deliberadamente se sentó. Cerca de la ventanilla podía ahuyentar un poco
el olor a humanidad que siempre traía esta línea. Una a una las miradas fueron
cayendo sobre ella, sentía como puñales que la atravesaban, pero hizo lo que
hace cualquier adolescente que no le importa lo que piensa el mundo: se puso
los auriculares y aumentó el volumen al igual que yo.
Mi atención se perdió apenas
el infernal ruido de la caja de cambios anunciaba la inminente marcha del
convoy. Las calles sucias, algunos rostros que con frecuencia encontraba en los
lugares que hacían sus días tan tediosos. Era un largo trayecto hasta su
parada, mucho tiempo para pensar, para leer, para sentir el asco de verse
rodeado de personas que desperdiciaban sus vidas siendo elementos de un sistema
que ultrajaba sus tristes existencias. Sí. El Sistema. Yo sabía (con esa omnisciencia
que nos da la adolescencia) sobre todo eso que muchos querían acallar y les
daba ese confort de saber que hacen lo que deben hacer... Avancé sobre la ruta
de vuelta a mi hogar, ese lugar que a veces era mío y a veces me hacía
prisionero, me oprimía y me angustiaba.
Miré mis manos. Imaginaba mis huesos y la carne bajo mi piel... Quizá como fetiche,
quizá como morbo. Sonreí. Miré por la ventanilla y me perdí en los sonidos que
me contienen. 35 minutos más tarde, el paisaje me trae de vuelta a mi ciudad.
Es hora de bajar. Por fin. 45 pasos más cerca del destino. Una llamada entrante
en mi celular.
Era mi jefe. O mi dueño. Sí. Porque con 13 años ya lo hacía. Si se puede considerar trabajo ayudar a mi hermano a repartir alegría entre los habitantes de la ciudad. Una alegría momentánea, que hace que las horas se diluyan y que la tediosa semana se vuelva más soportable. Un narcótico que logra aunar a la familia por unas horas y hacer que todos olviden sus miserias y se alegren de las que observan por esa droga, para así dejar que la consciencia muera. Arreglamos televisores. Nuestro teléfono está detrás del suyo.
Fue ahí, cuando de repente, pasando
la calle 5 abrí los ojos. Me acomodé la mochila y decidí bajar. Toqué el timbre
a toda prisa, el colectivo frenó y todas las miradas se volvieron hacia mí. No
quería seguir con una vida así, carente de emociones, carente de sentimientos
hacia los demás. Tenía que cambiar y había llegado el momento. Me bajé en un
lugar lejano a mi hogar, no sé porqué tuve ese impulso y empecé a correr a lo
Forest Gump.
Corrí tanto que llegué al lugar
desde el cual había partido. Llegué todo sudado a la casa de ella. Se asustó al
verme tan repentinamente en su hogar otra vez. La abracé, la aparté un poco, la
miré a los ojos y le dije: “Te quiero”. Acto seguido salí corriendo otra vez,
siguiendo el recorrido del colectivo perdido, porque ya no me quedaba plata ni
para el escolar. Pero no importaba ya, porque pude tener un sentimiento bueno
entre tanta mierda que me rodea, porque pude exteriorizar algo que hizo sonreír
a alguien, porque me sentí vivo a pesar de tanto dolor en las calles, tanta
opresión en los corazones, tanto avasallamiento en los sentimientos.
El mundo iba a seguir igual, pero
pude hacerla sonreír. Nada más me importaba ya.
El anterior escrito fue realizado gracias a la colaboración de mis contactos de facebook de distintas provincias de Argentina, en el día 11 del mes de mayo. Realizar esta técnica del cadáver exquisito vía chat fue una experiencia excepcional. Hay mucho talento entre mis contactos!!! :D
Aguante el cadáver exquisito, vieja, no me importa nada :@
ResponderEliminarPD: te hago publicidad en mi blog :]